Desde aquel punto las montañas se alzaban altas cubiertas por una espesa niebla que se entrelazaba con los rayos de sol que emergían al amanecer, dando a entender que la primavera le había ganado la batalla al invierno, y la poca nieve que quedaba, ya se iba derritiendo y caía por la senda de las montañas dispuesta a morir para siempre.
Solía sentarme en aquel columpio hecho solo por una rueda colgada de una cuerda en un robusto y viejo árbol, a observar aquella bella imagen.
La hierba era de un verde intenso, cubierta aun por la escarcha de la fría noche y te hacia cosquillas en los pies, si la acariciabas descalzo.
El aire era algo frío, pero ciertamente agradable. Si te parabas a escuchar con atención se podía oír sus ecos, ecos de cantos de pajarillos que despertaban y alzaban su canto a la mañana.
Al frente se observaba sereno un lago de agua limpia y cristalina, que se entrelazaba con el amarillento color del cielo. En el lago había a un embarcadero, algo viejo y roñoso. La pintura blanquecina ya era casi inexistente y las grietas se hacían presentes en los frágiles muros de madera. Amarrado con una cuerda, había una pequeña barquita de madera, pintada de un color verde botella. El suave viento que corría hacia mover el agua, que a su vez hacia que la barquita se balanceara y sus crujidos, que mas que molestos sonaban agradables se mezclaban con el sonidos de un nuevo día.
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