Al final del sendero que lleva al mar, tras atravesar un anfractuoso bosque de colores que salpican el homogéneo lienzo verde con suaves pero monótonas y uniformes pinceladas, se encuentra el chamizo que yace habitado por Coraline; una cabaña de ínfimas proporciones, de maderos desvencijados, erosionados, con una techumbre de aspecto herrumbroso, aunque suficiente para soportar las escasas gotas de agua que el cielo acostumbra a precipitar en la insólita y despoblada región referida.
Coraline, una chica enjuta de aspecto ario, cabellos de un dorado apagado, unas facciones que le habían proporcionado una personalidad muy especial, y un carácter austero, altruista, había abandonado hace ya años el seno de su familia de proletarios en una ciudad de cuyo nombre reniego. Su más ahonda y profunda aspiración desde que había empezado a caminar, había sido conocer el mar; desde que su padre, un gendarme de guerra tullido como secuela de la II Guerra Mundial, le mostrara con 4 años el océano en una pedregosa cala de Calais, Coraline había sabido siempre que aquel era su lugar, aquel sería algún día su refugio, su cárcel y su libertad, su primer (y último) amor, ... su perdición. Se había retirado allí con la esperanza de olvidar su pasado, todas esas horribles muertes, mutilaciones, toda esa miseria; desde la época del conflicto un escalofrío le recorría el cuerpo, un sentimiento de aflicción, un pitido penetrante (el de la explosión de una granada) que a modo de eco la consumía por dentro,... El mar consiguió, en parte, lo que no lograron los sedantes que se autoadministraba en el hospital de campaña de Berlín.
Aquel día, uno como otro cualquiera, en que el Sol se infiltraba con ahínco entre las pronunciadas grietas de la choza, para derramarse sobre el mísero mobiliario que adornaba el habitáculo, y el mar se hallaba en calma (la que precede a la tempestad) configurando un horizonte liso, precioso, ilustrador, radiante, una última utopía a la muerte, Caroline, tras abandonar la viciada atmósfera de aire putrefacto que despedía el interior del chamizo, se despojó de esos andrajosos harapos que la cubrían, para quedarse completamente desnuda, y se dirigió con solemne y breve
caminar, caracoleando el camino y disfrutando la humedad de la arena al contacto con la piel hacia la entrada del océano. Superado un primer vaivén de agua, se introdujo en la disolución salina con absoluta despreocupación. Se alejó apenas una decena de metros de la orilla, con un estilo de nado cuanto menos particular.
Permaneció así, soporífera, oteando la línea divisoria del horizonte, observándolo todo y nada a la vez. Un cúmulo de augurios se aposentaron sobre ella: el sol había comenzado a languidecer, lo que había comenzado siendo una leve oscilación en el agua había alcanzado la suerte de protuberancias ominosas, no se divisaba la costa, no se divisaba siquiera un pequeño istmo; agua eterna, plena, inexorable la envolvía. De pronto, un breve pero intenso contacto en la pierna. Más tarde un desgarro de piel, y, un dolor penetrante, insufrible; algo le oprimía la pierna y la estaba arrastrando hacia las profundidades. Entre sollozos, lamentos y una congoja en el corazón, se hunde, deja de haber claridad, deja de avistar luz alguna,... Para cundo consigue zafarse del contacto, ya es inútil intentar emerger; descienden sus pestañas para ocultar sus ojos inyectados, como se oculta algo de lo que se tiene recelo, y se deja caer a la inmensidad, su único amor, su infortunio...
Calma...Silencio...
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